La campanilla de la puerta sonó, ninguno mirábamos a la puerta "¡Un cliente!" pensamos y en aquel momento nos giramos y la vimos a ella.
Entró en nuestra tienda una mujer realmente bella, medía alrededor de un metro sesenta, tenía la piel blanca como la nieve, el pelo negro como el carbón. Sus ojos eran grandes, negros e intensos. Poseía una mirada cautivadora al mismo tiempo que dulce. A su cuerpo escultural se ceñía un traje de una sola pieza, de esos que parecen una bata.
Era una mujer generosa, lo primero que hizo al llegar a nuestro mostrador era ofrecernos una vista sugerente de su pecho y una mirada dulce y coqueta.
Era joven, de alrededor de unos 25 años y su nombre era Aladji. Era morica y excepcionalmente guapa, una diosa. Apenas estuvo diez minutos entre nosotros, un grupo de hombres con las hormonas por las nubes.
Vino a comprar miel, debía de ser el secreto de su dulzura. Tal como vino, se marchó, aunque segura el triunfo de su encanto. Cuando salió por la puerta ninguno de los presente dijimos nada, nos miramos los unos a los otros con los ojos como platos. Fue el Sr. Marqués el que rompió el silencio con un "Joder, qué mujer".
No la volvimos a ver, y fue una pena, pero durante mucho tiempo no pude olvidar a aquella mujer. ¿Quién era realmente? ¿Qué habrá sido de ella? Quizás nunca existió y solo era una diosa llamada Aladji que hizo volcar el corazón y cortar la respiración a cuatro hombres a la vez.
Se, que a estas alturas y casado, no debería acordarme de ella, pero esos ojos y ese cuerpo son difíciles de olvidar. Aladji volvió a mi memoria gracias a un personaje del último libro que estoy leyendo.