Pájaro muerto

El verano era muy seco en aquel pueblo. Llevaba algunas semanas pasando las vacaciones en casa de mis tíos, en el pueblo de mi padre. Los días era monótonos y costaba mantenerse ocupado y al mismo tiempo divertirse. Pasaba muchos días en la casa de mis abuelos.
Era una casa de tres plantas con una huerta detrás. Era muy grande y allí mi abuela tenía patatas, tomates y que se yo. Había varias construcciones, un cernedero, donde antaño mi familia elaboraba los embutidos, y se pasaba el invierno; también había una par de graneros llenos de chatarra, llenos de verdad, desde la puerta hasta la pared sólo había un amasijo de hierros oxidados y revueltos. Al fondo había un gallinero de dos plantas, en la primera planta estaba el gallinero propiamente dicho, unas porquerizas y una vaquería, aunque sólo había gallinas, en la segunda planta solo había un pajar.
De vez en cuando iba con uno de mis primos a dar de comer a las gallinas de mi abuela. Mi primo, unos cinco años mayor que yo era bruto, lo cierto es que era el estereotipo de muchacho de pueblo de la España profunda. Era bruto, pragmático, avispado y cruel, cruel con los animales que no servían para el ser humano. Recuerdo que le gustaba coger pajarillos y torturarlos. A veces pequeños gorriones oportunistas se colaban en el gallinero a comer el pienso de las gallinas. Mi primo de enseñó que eso era malo para las gallinas. A veces un gorrión tenía la mala suerte de ser capturado infraganti por mi primo y tras innecesarias torturas ejecutaba a la víctima. El pobre gorrión era lanzado por mi primo contra el suelo con todas sus fuerzas y el pobrecito moría en el impacto, seguramente con los pulmones aplastados. Aquella práctica, de repetida, se convirtió en normal.

Un día, entré yo sólo en el gallinero, dispuesto a hacer cumplir la ley del gallinero. Aquel día un desdichado gorrión cometió el error de entrar a comer pienso al gallinero y yo cometí el error de dejarme llevar por mi "deber".
Cogí al pobre gorrión y pude sentir su calor en mi mano. Salí del gallinero con el pobre animal en mis manos, dispuesto a cumplir con mi misión. Lancé al pobre gorrión contra el suelo con todas mis fuerzas, como hacía mi primo. El pajarillo quedó aplastado, pero no debió de ser suficiente, yo no tenía demasiada fuerza, así que el impacto no fue el suficiente para matarlo. Lo recogí para rematarlo, antes de volver a lanzarlo al suelo me lo quedé mirando. Mis ojos se clavaron en los del pobre pajarillo, y en aquel momento, pude sentir lo que sentía el pajarillo.
El pobrecillo respiraba entrecortadamente, luchaba por vivir y sufría, sufría mucho. Podía sentir su sufrimiento como propio y como su pequeño pecho intentaba llenarse de aire. No podía creer lo que había hecho, estaba desesperado, no había vuelta atrás. El pobrecillo no estaba ni vivo ni muerto y yo era el responsable. Podría haber salido corriendo, pero entre lágrimas y arrepentido decidí terminar con el sufrimiento del gorrión y lo volví a lanzar contra el suelo. Lo volvía a recoger, ya no respiraba, ya no luchaba, ya no sufría. Ahora sólo yo sufría. Cogí al pajarillo, cavé un hoyo y lo enterré.
No volví a acompañar a mi primo. Desde entonces, de vez en cuando, el recuerdo de aquel pájaro muerto viene a mi memoria. Los remordimientos son mi castigo, y lo acepto. No puedo ver sufrir a un animal, los animales solo están indefensos ante la crueldad de un humano.
A veces me acuerdo de aquel pájaro moribundo en mis manos y sufro, pero quizás aquel pobre animalillo me hizo abrir los ojos y salvó la vida de otros muchos animalillos.